En la página de un libro de geometría que había firmado Comberousse se encontraban un cuadrado y un círculo.
Como el libro era poco consultado, los dos se aburrían y generalmente disputaban.
– Yo soy más grande -decía el primero-. Pues un círculo es un cuadrado cuyos ángulos han sido recortados.
El círculo replicaba:
– Es todo lo contrario justamente, pues un círculo es un cuadrado en el cual se ha soplado y así se ha hinchado.
Como no podían ponerse de acuerdo sobre la superficie, pasaron a hablar de la belleza.
– Yo soy el símbolo de la solidez -decía el cuadrado-. La igualdad de mis cuatro lados y sobre todo mis ángulos, mis ángulos de ochenta grados (este cuadrado no era muy sabio), confieren a mi figura una armonía vigorosa y segura.
El círculo respondía:
– En la solidez que tanto alabas, no veo sino vulgaridad. Tu vigor primario no me seduce nada. Te considero como una medida de superficie y nada más. En cuanto a mí, de todas las curvas soy la que mejor está hecha. Los astros adoptaron mi contorno, los artistas siempre recurrieron a mi curvatura y los hombres andan alrededor de mí pues, como sabes muy bien, nada conmueve tanto su carne como el orgulloso hemisferio de un trasero o de un seno femenino. En lo que se refiere a la utilidad, si deseas que hablemos de eso, mi superioridad en este dominio es absolutamente segura. Soy la rueda y habría que ser loco, convendrás en ello, para no admitir que la rueda lo es todo.
– Si no es todo, es sin embargo mucho -reconoció el cuadrado-. Pero yo presto también algunos servicios; soy la base, créeme, de los edificios más durables.
El círculo se encogió de arco.
– Tú eres estático y lo que no se mueve muere; así lo señalan las estadísticas. Yo soy movimiento y en ese terreno soy irreemplazable. Si las ruedas de las carretas fueran cuadradas, creo en verdad que sería difícil hacerlas avanzar.
Y así reñían durante días enteros. Nadie se atrevía a ponerlos de acuerdo. Habría sido un problema tan arduo y vano como el de la cuadratura del círculo.
Ahora bien, un día un niño que volvía las páginas del libro y al pasar hacía garabatos, dibujó rostros en una y la otra figura. El cuadrado quedó convertido en una cabeza austera y bigotuda. Al círculo le puso cabellos y pestañas en los ojos y le infundió un aire tan gracioso que era menester de toda evidencia pasarlo al género femenino y que por decencia se lo llamara una circunferencia.
Fácil es adivinar lo que ocurrió después. La curva y la rigidez que antes los había irritado durante tanto tiempo parecieron llenos de atractivos a sus sexos opuestos. Púberes, se miraron, luego se amaron y se casaron.
Al principio todo marchó bien. Es natural. La circunferencia se complacía en rodar sobre los lados de su cuadrado y experimentaba placer en demorarse en los ángulos duros que le cosquilleaban su curvatura.
Pero luego la circunferencia se cansó. Como era de cascos ligeros, no tardó en descubrir a polígonos menos monótonos en las cercanías de la página. Primero la sedujo el rectángulo por su silueta espigada. Mantuvo relaciones con él. Luego admiró la elegancia esbelta del rombo y el perfil aguzado del triángulo. También se solazó con el trapecio, y con el paralelogramo creyó que rendía el alma.
En su rincón, el cuadrado se aburría. Lo irritaba ser cornudo. Luego fastidiado se preguntó cómo podría reconquistar el amor y los favores de su voluble esposa.
Se puso a considerar a sus rivales y, como no era tonto, llegó a la conclusión de que era demasiado grueso.
«Demasiado grueso», pensó «y ¿por qué no confesarlo?, demasiado cuadrado». Habría querido transformarse pero, ¡ay!, sus ángulos, sus ángulos de ochenta grados, como él creía, habían sido determinados para toda la eternidad.
Como no podía deformarse, un día se le ocurrió la idea de plegarse. Lo hizo por su diagonal y, en virtud de una trivial maniobra, se redujo a la mitad con lo cual se convirtió sin más ni más en un triángulo isósceles y rectángulo.
La circunferencia, conquistada por ese audaz artificio, volvió a sentir gusto por su esposo.
De su hipotenusa la circunferencia se hizo un diámetro e hizo cuerdas de los lados que la estrechaban tensamente o bien se refugiaba en el hueco de sus bisectrices donde la abrazaba su tierno perímetro.
Pronto, sin por ello ser más o menos redonda, la circunferencia se encontró embarazada, pero no quisieron tener por hijo a una figura híbrida, ni siquiera a un pequeño polígono como aquellos grandes con los cuales ella no había tenido reparos en tratar.
Hicieron el voto de que en su momento la circunferencia diera a luz un teorema.
Y fue, en efecto, un teorema el hijo que tuvieron, un hijo grande y fuerte. Lo llamaron Pitágoras.

Jean-Pierre Alem; Nuevos juegos de ingenio y entretenimiento matemático.